Editorial, La Jornada
El presidente brasileño, Luiz Inacio Lula da Silva, reaccionó ayer con inusitada firmeza y energía al no menos insólito ultimátum que recibió del régimen espurio conformado en Honduras: definir, en un plazo de diez días, “el estatus” del presidente constitucional, Manuel Zelaya, refugiado en la embajada de Brasil en Tegucigalpa desde hace exactamente una semana, tras su regreso al país centroamericano. Además, la dictadura que encabeza Roberto Micheletti exigió que el gobierno de Brasilia “tome medidas inmediatamente para asegurar que el señor Zelaya deje de utilizar la protección que le ofrece la representación diplomática para instigar la violencia en Honduras”, y amenazó con “tomar medidas adicionales de acuerdo al derecho internacional”.
A tono con esa bravuconería, los golpistas impidieron ayer el ingreso al país de funcionarios de la Organización de Estados Americanos y a integrantes de la representación diplomática española, luego de prohibir el retorno a Tegucigalpa de los embajadores de Argentina, España, México y Venezuela, quienes buscaban interponer sus buenos oficios ante el impasse que se vive en la nación centroamericana. En respuesta, el presidente brasileño, quien se encontraba ayer en una reunión en la isla venezolana de Margarita, para participar en una significativa reunión cumbre de mandatarios de Sudamérica y África, señaló que su gobierno “no tolerará un ultimátum de un gobierno golpista”.
El despropósito está a la vista: un régimen repudiado por los gobiernos y las sociedades de todo el mundo, sostenido internamente por las macanas, los gases lacrimógenos y las armas de fuego de la policía y el ejército, no está en situación de imponer condiciones a una potencia regional como es Brasil, país que además de tener un vasto peso político, diplomático, económico y militar, cuenta con un gobierno dotado de una altísima legitimidad, tanto en lo interno como en el panorama internacional.
Las únicas explicaciones posibles del exabrupto cometido por el gorilato hondureño son, o bien una situación desesperada, en la que los golpistas no encuentran otro camino que ensayar una huida hacia delante, o bien la certeza de un respaldo inconfesable entre sectores regresivos del gobierno y del aparato militar-industrial estadunidense.
Sea cual fuere el motivo del dislate, la crisis política en Honduras avanza a una agudización peligrosa. La perspectiva de una nueva agresión, esta vez en gran escala, contra el recinto diplomático brasileño en Tegucigalpa y contra el presidente Zelaya, quien se encuentra en él, desembocaría en una internacionalización del conflicto interno y colocaría al régimen dictatorial ya no sólo como transgresor de la legalidad hondureña, sino también como violador de leyes internacionales fundamentales para la convivencia, como las que consagran la inviolabilidad y la extraterritorialidad de embajadas y consulados. Tal horizonte conllevaría, además, la decisión de los golpistas de llevar la represión interna –que ha dejado ya varios muertos– a nuevos niveles de violencia y criminalidad.
En el momento presente es necesario, pues, que el conjunto de los gobiernos del hemisferio, empezando por el que encabeza Barack Obama, manifiesten en forma inequívoca su total solidaridad con las autoridades de Brasilia y exijan al gorilato hondureño que deponga sus intenciones agresivas y abandone el poder sin trámites ni condiciones. Por ética y por conveniencia propia, la comunidad internacional debe corresponder con firmeza al heroísmo de la resistencia popular hondureña, que durante tres meses ha pugnado, a mano limpia y a costa de varias vidas, por el retorno del país centroamericano a la institucionalidad democrática.
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