Roberto Regalado
Ocean Sur
Con la ayuda, entre otros, del presidente ecuatoriano, Rafael Correa, quedó acuñada la sentencia: «no solo vivimos una época de cambio, sino también un cambio de época». Esto es cierto pero, ¿en qué consiste ese cambio? No se trata de que arrancáramos la última hoja de un calendario del año que termina, y colgáramos en la pared uno nuevo del año que comienza. Tampoco consiste, como afirman algunos –y como late en el subconsciente de otros–, en que el derrumbe de la Unión Soviética y el subsiguiente fin de la guerra fría hayan persuadido al imperialismo norteamericano a disminuir su dominación y su injerencia en los asuntos internos de las naciones de América Latina y el Caribe, y que esto último repercutiese en la elección, por primera vez en la historia, de una ya larga cadena de gobiernos progresistas y de izquierda.
En efecto, el fin de la llamada bipolaridad mundial de posguerra fue el catalizador del cambio de época, pero, en rigor, en América Latina y el Caribe ese cambio es resultado, por una parte, de la correlación de fuerzas establecida en el continente en virtud del acumulado histórico de las luchas populares, el rechazo al también histórico empleo de la fuerza bruta como mecanismo de dominación y la incorporación a la lucha electoral de sectores sociales antes marginados de ella –gracias a la conciencia adquirida por los pueblos durante tres décadas de combate contra el neoliberalismo– y, por la otra, de la apuesta que hizo el imperialismo norteamericano a que, en las nuevas condiciones, sería capaz de garantizar la sucesión de gobiernos dóciles a sus intereses, mediante la imposición de un esquema único de «democracia representativa» sustentado en la «alternancia» en el «poder» de figuras y fuerzas políticas neoliberales.
El nuevo diseño hegemónico pareció funcionar acorde a lo previsto durante la mayor parte de la década de 1990, «adornado» y «prestigiado» por la «tolerancia» demostrada ante los espacios institucionales ocupados por la izquierda en los parlamentos y en los niveles subnacionales de gobierno de un creciente número de países. En esas condiciones, las administraciones de George H. Bush (1989‑1993) y William Clinton (1993‑2001) se esmeraron en dejar establecido que democracia representativa es democracia neoliberal, y en crear una tupida madeja de mecanismos supranacionales destinados a evitar que algún país de la región se le escapara del redil. Una vez más, como ya ocurrió antes en la historia de las relaciones interamericanas, el imperialismo llamó a condenar toda interrupción del orden constitucional, un orden constitucional que, una vez más –valga la redundancia–, creyó le sería eternamente favorable. Sin embargo, el «perfeccionamiento» neoliberal del sistema de dominación agravó la crisis económica, política y social, y ésta, a su vez, provocó el aumento de las luchas populares. En virtud de esa secuencia, a partir de la elección, en diciembre de 1998, de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela, los elementos positivos mencionados en el párrafo anterior inclinaron la balanza a favor de las fuerzas de izquierda, y así sucedió lo que, ni el imperialismo norteamericano, ni buena parte de la propia izquierda y el movimiento popular latinoamericanos esperaban: que el esquema de democracia representativa implantado como plataforma de la reestructuración neoliberal, se convirtió en plataforma para la elección de gobiernos de izquierda y progresistas, de diverso origen, composición y modulación.
Sorprendido –más que nosotros– el imperialismo, una vez más se ve compulsado a desechar la defensa del «orden constitucional» que no le sirvió para evitar la elección de gobiernos «hostiles» y que, además, en naciones como Venezuela, Bolivia y Ecuador, se convirtió en un nuevo orden constitucional defensor de la soberanía y los intereses de los pueblos. De manera que era necesario hallar la fórmula para retornar a la desestabilización y el cuartelazo, utilizados contra gobiernos como los de Jacobo Arbenz en Guatemala (1954) y Salvador Allende en Chile (1973), pero, por supuesto, con una «hoja de parra», tal como lo demanda el «cambio de época». Esa hoja de parra incluye, tanto el protagonismo de los oligopolios transnacionales de la comunicación de masas –que esconden, en un supuesto segundo plano, el papel protagónico de los servicios especiales y la diplomacia yanqui–, como establecer de inmediato otra institucionalidad «democrática» tan pronto se logre derrocar al gobierno de izquierda o progresista.
Con otras palabras, para evitar el rechazo que provoca el solo recuerdo de los crímenes de lesa humanidad cometidos por las dictaduras militares de «seguridad nacional» –que no surgieron de forma espontánea, sino en virtud de una política oficial del gobierno de los Estados Unidos, adoptada por el presidente Lyndon Johnson (1963‑1968) y mantenida por todos sus sucesores hasta Ronald Reagan (1981‑1889), quien la llevó a su punto culminante–, la «metodología» actual estipula que los militares golpistas desaparezcan rápido de la escena y que le «cedan las cámaras y los micrófonos» a un «presidente» y a un «gobierno» civiles que, mediante una elección, una reforma constitucional u otra fórmula, imponga un nuevo statu quo «democrático» acorde a los intereses del imperialismo. Esto fue lo que se intentó en Venezuela y Bolivia, de acuerdo a las particularidades de cada uno de esos dos países, en el primer caso, mediante el golpe de Estado que empleó como fachada civil a « Pedro el Breve », y más tarde con el « paro petrolero » destinado a derribar al gobierno del presidente Hugo Chávez; y, en el segundo mediante, la manipulación de los sentimientos y las tendencias autonomistas y separatistas existentes en los departamentos de la llamada Media Luna, con el propósito de obstaculizar el proceso constituyente y evitar la aplicación de las políticas populares del gobierno de Evo Morales, que en alguna parte del plan concebían una fórmula «constitucional» de sucesión del mandatario. Este es el mismo papel que le correspondió a Roberto Micheletti en el golpe de Estado en Honduras de junio de 2009 contra el presidente Manuel Zelaya.
No importa si el golpe de Estado en Honduras fue promovido o no por agencias y funcionarios oficiales de los Estados Unidos, o mediante tentáculos que hoy no desempeñan una función oficial, en particular, los discípulos del extinto senador ultrareaccionario Jesse Helms, que tan notorio papel jugaron en las administraciones de Ronald Reagan, George H. Bush, William Clinton y George W. Bush. En uno u otro caso, el golpe es parte de una contraofensiva del imperialismo norteamericano que, una vez más, recurre a la amenaza y al uso de la fuerza, en este caso, para revertir la cadena de elección de gobiernos de izquierda y progresistas registrada desde 1998 en América Latina y el Caribe. Esta contraofensiva incluye la creación de la IV Flota de la Marina de los Estados Unidos, la instalación de bases militares estadounidenses en Colombia y Panamá, y la militarización y criminalización de las luchas populares en las naciones gobernadas por la derecha, como Colombia, México y Perú. En este contexto es que se debe analizar el golpe de Estado ocurrido en Honduras y el desarrollo posterior de los acontecimientos.
El gobierno de Manuel Zelaya era el «eslabón más débil de la cadena» de los gobiernos de izquierda y progresistas de América Latina y el Caribe. Su elección no fue el resultado de un quiebre institucional que abrió paso a un proceso de transformación social, como en Venezuela, Bolivia y Ecuador; o de una larga acumulación social y política apoyada en un sólido entramado de organizaciones populares, como en Brasil, Uruguay y El Salvador; o de los espacios de poder político conservados tras la derrota electoral sufrida por la Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua, en febrero de 1990; o de un «corrimiento» de fuerzas políticas tradicionales a la «centroizquierda» provocado por la crisis económica, política y social, como el liderado por el matrimonio Kirchner‑Fernández en Argentina; o de la crisis terminal de la hegemonía de una fuerza política antediluviana, como el Partido Colorado de Paraguay, que abrió paso a la elección del presidente Fernando Lugo.
Con una oligarquía y unas fuerzas armadas que no sufrieron los embates de la lucha armada revolucionaria como sus vecinos Nicaragua, El Salvador y Guatemala, sino que, por el contrario, jugaron el vergonzoso papel de puesto de avanzada para la guerra contrarrevolucionaria y la amenaza de intervención militar directa de los Estados Unidos contra la Revolución Popular Sandinista en la década de 1980 –cuando los generales y coroneles hondureños golpistas de hoy, eran mayores y capitanes al servicio de la guerra sucia contra un país vecino–, el cambio de época se produjo en el mundo sin que esa oligarquía y esas fuerzas armadas se percataran de él: se produjo mientras la «clase política» hondureña, embobecida con las crónicas sociales provincianas y los planes de su próximo «viaje de compras» a Miami, quedaba anclada en la era del terrorismo de Estado y la impunidad.
La actuación de Zelaya como presidente fue un milagro imprevisto. Figura proveniente de la oligarquía y la política tradicional hondureñas, que no había dado en su vida anterior señal alguna de izquierdismo o progresismo, al asumir la primera magistratura demostró poseer una conciencia social que nadie había calculado. En el plano interno, adoptó una política orientada al beneficio de los sectores populares, que le valió el odio de «clase política» de la vieja época, para la cual se convirtió en un traidor. En el ámbito externo, su gobierno ingresó a la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América – Tratado de Libre Comercio de los Pueblos (ALBA‑TCP), hecho que representó el establecimiento de relaciones de amistad y cooperación con Venezuela, Cuba, Bolivia, Ecuador y otros países de izquierda y progresistas. Más aún, junto a su canciller, Patricia Rodas, desafió al imperialismo norteamericano con el papel protagónico que desempeñó en la Asamblea General de la OEA de San Pedro Sula, la cual acordó derogar la exclusión de Cuba del Sistema Interamericano aprobada por esa organización en 1962. Sin embargo, esa política interna y exterior no estuvo acompañada de la necesaria construcción de un sistema de alianzas sociales, que sirviera de valladar para contener la previsible arremetida en su contra del imperialismo y la derecha criolla.
La arremetida contra Zelaya era solo cuestión de tiempo. La lista de «agravios» sufridos por el imperialismo norteamericano durante los últimos años en América Latina era ya muy larga, y Honduras era buen un lugar para contraatacar. Entre esos agravios resaltan la derrota del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA); la incapacidad de hacer elegir a sus candidatos favoritos (el ex presidente salvadoreño Francisco Flores o el entonces canciller mexicano Luis Ernesto Derbez) a la Secretaría General de la OEA; la incapacidad de alterar la Carta Democrática Interamericana para utilizarla, de manera directa, como un instrumento contra el gobierno del presidente Hugo Chávez; el surgimiento y ampliación del ALBA‑TCP; el ingreso de Cuba al Grupo de Río; y el ya mencionado levantamiento de las sanciones de la OEA contra este último país. Era necesario generar un hecho que le permitiera al imperialismo romper su «mala racha», es decir, interrumpir la secuencia de victorias de los países del ALBA‑TCP, la UNASUR y el Grupo de Río. Esta fue la función del golpe de Estado en Honduras, donde la unidad de la oligarquía y las fuerzas armadas en torno a golpe, junto al mal disimulado respaldo que les brindaron los grupos de poder de los Estados Unidos y sus aliados de la derecha latinoamericana, le permitieron resistir las presiones externas y la meritoria resistencia popular interna, hasta el punto de haber imposibilitado el regreso al statu quo anterior. A ello contribuyó, en buena medida, la inmerecida confianza depositada por el presidente Zelaya en la promesa de la administración Obama y de la OEA de actuar en función del restablecimiento de la democracia, quienes, por el contrario, orquestaron la farsa «mediadora» de Oscar Arias.
En resumen, la dictadura cívico‑militar cuyo rostro visible fue el de Micheletti cumplió a la función a ella asignada por el imperialismo: reprimir la resistencia popular y «capear» a toda costa el rechazo internacional provocado por la chapucera interrupción del orden constitucional y democrático, a cuyo respeto el propio imperialismo le «construyó un altar» cuando creía que, tras el fin de la bipolaridad, ese orden funcionaría, de manera invariable, a favor de sus intereses. La meta era nadar a contracorriente hasta la fecha de la siguiente elección presidencial para crear una situación de facto: la instalación de un nuevo mandatario «legítimo», lo que significa la imposición de un nuevo statu quo «democrático» que el imperialismo y sus aliados pudieran apoyar de inmediato, y que el resto de la comunidad internacional tuviera que resignarse a aceptar. Así entra en escena el gobierno del presidente Porfirio Lobo.
Pero si bien es lamentable y peligroso que esta conspiración imperialista haya tenido éxito, más lamentable y peligrosa aún es la actitud asumida por el grupo dirigente del único partido político de izquierda conocido en Honduras, el Partido Unificación Democrática (UD), el cual no solo avaló la pretendida legitimidad de las elecciones en las que Porfirio Lobo obtuvo la presidencia –al participar en esa contienda–, sino que, además, su secretario general, César Ham, aceptó el cargo de ministro director del Instituto Nacional Agrario en el gabinete de «reconciliación nacional» que, entre otros, integra quien fuera el jefe militar golpista, el general Romeo Vásquez. La justificación es no perder el «espacio político» que ese partido se abrió con mucha tenacidad a lo largo de muchos años de lucha, pero: ¿qué «espacio político» y a qué costo?
¿Es este «espacio político» el mismo que UD ocupaba antes del golpe de Estado? No, antes del gobierno de Manuel Zelaya, UD ocupaba un espacio de oposición política en una democracia neoliberal; ahora ocupa un espacio en el gobierno llamado, en lo interno, a convalidar el statu quo impuesto por el golpe de Estado y, en lo externo, a afianzar el precedente establecido por esta nueva modalidad de injerencia e intervención que, sin duda alguna, el imperialismo y sus aliados tratarán de utilizar contra otros gobiernos de izquierda y progresistas si se les presenta la oportunidad de hacerlo.
Lo ocurrido en Honduras no necesariamente es la primera «caída» de un gobierno progresista que tendrá un «efecto de dominó», pero sí debe ser un llamado de alerta.
El gobierno de los Estados Unidos actuó en la crisis hondureña sobre una base predecible porque todo el sistema de salvaguardas de la democracia representativa desarrollado por la OEA desde inicios de la década de 1990, incluida la Carta Democrática Interamericana, no fue creado para proteger a gobiernos de izquierda y progresistas, sino a los gobiernos neoliberales. Los mecanismos instituidos por la OEA fueron concebidos para lo mismo que hizo Oscar Arias como « mediador » en Honduras: desarrollar una «negociación» que restableciera una «constitucionalidad» y una «legalidad» neoliberales. Baste recordar que, en ninguno de los casos en que los mecanismos de la OEA fueron previamente utilizados –en Perú y Guatemala, en respuesta a los autogolpes de Estado de Alberto Fujimori y Jorge Serrano Elías, respectivamente, y en Haití a raíz del golpe contra el presidente Jean Bertrand Aristide–, el resultado de las gestiones de la OEA fue el restablecimiento o el establecimiento, según el caso, de un orden democrático en beneficio del pueblo, sino una salida pactada a favor de los intereses de los Estados Unidos.
En conclusión, el golpe de Estado en Honduras y el curso posterior de los acontecimientos en esa nación, ratifican que los espacios institucionales conquistados por la izquierda y el movimiento popular latinoamericanos a lo largo de las últimas dos décadas no se sustentan en un predominio abstracto de la democracia, sino en una correlación de fuerzas nacional y regional que el imperialismo norteamericano y sus aliados tratan de revertir por medios y métodos crecientemente violentos. Esos medios y métodos se adecuan, en cada país y en cada circunstancia, para sacarle el mejor partido posible a los errores, debilidades e insuficiencias de la izquierda y el movimiento popular.
La lección del golpe de Estado en Honduras es: cerrar brechas y sumar fuerzas.
* Roberto Regalado es profesor‑investigador del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos de la Universidad de La Habana (CEHSEU), editor de la revista Contexto Latinoamericano y de la colección homónima de Ocean Sur.
* Este artículo, actualmente inédito, será publicado en la revista Contexto Latinoamericano no. 12.
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